Desocupado
lector, disculpa de antemano la extensión de esta entrada de blog, que más que
una entrada son treinta y una salidas del paso a propósito de tal o cual
canción, pero es que Dios, que no me concedió el talento de la concisión, sí me
dio –aunque
solo a veces–
el del empecinamiento quijotesco para terminar empresas así. Y es que hace
algunas semanas, por Twitter, Patricia (@derosasybaobabs) me preguntó por mis
31 canciones. Solo por si acaso, recordaré que 31 canciones es un libro
delicioso en el que Nick Hornby explica en 31 textos su relación con las
canciones y con la música, que en cierta forma viene a ser el relato de su
propia vida. «La verdad es que Thunder Road solo me
recuerda a Thunder Road y, supongo, a mi vida desde que tenía dieciocho años,
es decir, a poca cosa y a demasiado (…). Hay varias canciones que me recuerdan
a la universidad, o a ex novias, o un trabajo de verano, pero ninguna es mía,
ninguna significa nada para mí como música, sólo como recuerdos y no quería
escribir de recuerdos. Yo quería escribir sobre lo que hay en cada una de esas
canciones y que me ha hecho amarlas, no lo que yo haya puesto en las canciones».
Hasta aquí el señor Hornby. Quizás por mi incapacidad para colegir qué hay en
una canción que me ha hecho amarla más allá de qué me haya sucedido mientras
sonaba, yo sí he escrito de recuerdos. A veces concretos y a veces tan amplios
que abarcan desde un instante hasta una vida entera. A veces son solo una
excusa y a veces una justificación. La mayoría de estas canciones no son, ni de
lejos, mis favoritas. Tampoco son todas las canciones que asocio a muchos
momentos importantes: las más importantes me las guardo para mí. Simplemente
son 31 canciones –porque tenían que ser 31 canciones– que en algún momento se han
cruzado en mi camino y aún hoy, al escucharlas, me devuelven a un pasado que no
sé si es mejor o peor, pero por el que no puedo evitar sentir cierta nostalgia.
Las canciones no cambian, pero sí los oídos con que las escuchamos y los ojos
con que miramos el mundo mientras suenan. Ese sentimiento de constante
evolución nos hace recrearnos en matices que nunca antes se habían mostrado
ante nosotros y, por otro lado, nos ayuda a distinguir todo lo sólido y
permanente de lo que simplemente está de paso. Así en las canciones como en la
vida. De ese sentimiento nace esta lista.
- Thunder
Road – Bruce Springsteen. En un alarde de originalidad, la primera
canción de mi lista es la segunda de la de Hornby. Y como a Hornby,
Thunder Road no me recuerda a nada en particular, sino a mi vida desde que
tengo memoria. Ha estado siempre ahí, acompañando mi prosaica existencia con
su introducción de armónica y su crescendo trepidante. A veces con su Mary climb in, a veces con su heaven’s waiting down on the tracks, últimamente con su maybe we ain’t that young anymore. Pienso
mucho en cuáles son mis canciones favoritas, cuáles me llevaría a una isla
desierta, cuáles salvaría de un incendio, y siempre acabo desembocando en
Thunder Road.
- La luna
debajo del brazo – Quique González. Junto a apenas un par más, el artista al que más
he escuchado en mi vida probablemente sea Quique González. Su trayectoria,
underground hasta hace no mucho, ha ido asentándose en el éxito mientras
la mía propia me ha ido llevando a las aguas abiertas y desconocidas del
mundo real. Fue en 2006 y con catorce años cuando vi por primera vez a QG
en directo, apenas recién descubierto gracias –como casi todo– a mis hermanos. Eso significa
que he pasado más tiempo de mi vida escuchando a Quique que sin hacerlo.
Junto a algunas pocas referencias más, fue su música la que me hizo
enamorarme de la música. Fueron sus conciertos los que me convirtieron en
un loco de los conciertos. Hay más de mí en los surcos del Salitre48 que
en los labios de cualquier mujer. Echo la vista atrás hacia esos
conciertos y veo las muescas en el tronco de mi propia biografía: el Palacio
de Congresos con mis hermanos, en el Bellas Artes con María, el triplete
del Florida Park, las primeras Rivieras, el Price y su primer Palacio de
los Deportes… varias decenas de conciertos en los que yo asistía al
crecimiento artístico de Quique y Quique asistía a mi crecimiento personal.
La luna debajo del brazo sigue siendo una de las canciones más importantes
para mí, y su “lo tuvimos tan cerca que nunca lo vimos” me sigue
persiguiendo. Quizás porque me sigue persiguiendo sigue siendo importante.
- Cantares
– Joan Manuel Serrat. Todos
debemos nuestras aficiones a una mezcla de curiosidad y de confianza en
alguien. Mi afición a la música y mis principales referencias se las debo
indudablemente a mis hermanos mayores, porque aunque mis padres son
aficionados a la música (como cualquier persona, porque no conozco a nadie
que diga que no le gusta la música) no tienen la militancia obsesiva que
sí tenemos sus hijos. Pero mi padre, si es fan de alguien, es de Serrat.
No había viaje en coche en que no sonara Serrat. No sé cómo no se rayó el disco
de homenaje a Machado en el viejo Audi 100, porque cada vez que íbamos al
pueblo –en su día se tardaba 5 horas en ir de Madrid a la campiña
cordobesa–, sonaba en bucle infinito. Cantares era mi favorita, y aún
cuando la vuelvo a escuchar regreso a esos largos viajes atravesando
España en el viejo Audi 100 del 87.
- Sparky’s
dream – Teenage Fanclub. Con el tiempo, Teenage Fanclub se ha acabado
convirtiendo en una de mis bandas favoritas. Pero así como hablaba antes
de la influencia de otras personas en nuestras aficiones, con Teenage
Fanclub me pasa que fue la primera banda que descubrí por mí mismo. Por
casa había un disco que tenía mi hermano Miguel, pero ni él les había
hecho mucho caso. El caso es que lo escuché y me agradó, y al poco me
encontré en la Fnac con un pack con sus cinco principales discos en
oferta. Me lo compré y descubrí, disco a disco, al grupo que pondría banda
sonora a mi vida desde entonces. Luego leí, ay, 31 canciones de Hornby, y
del hecho de que sea la única banda que aparece dos veces en el libro
extraje que no era el único que se había dejado atrapar por los escoceses.
Tal debió de ser mi matraca con ellos que acabó por permear entre mis
hermanos y mis amigos, y he tenido ocasión de verles en directo en buena
compañía en distintas ciudades. Tenía planeado ir a verles a Inglaterra
con Miguel, pero una estúpida pandemia se interpuso en nuestro camino. Que
sean una banda relativamente desconocida para el gran público me hace pensar
en Teenage Fanclub casi como en unos viejos amigos a los que me gusta ir
presentando a los demás.
- Tie your mother down –
Queen. 1 de
abril de 2005, Palacio de los Deportes. Con apenas trece años y tras de
meses de espera entusiasta, mis hermanos Miguel y Fran me llevaron a mi
primer concierto. Yo era un pequeño friki en ciernes que había crecido
viendo a sus hermanos mayores llegar de los conciertos como si vinieran de
una misa mayor, y cuando consideraron que tenía una edad suficiente –o que
su paciencia no aguantaba más mis insistentes ruegos– me sacaron mi primera entrada para el concierto de Queen (o
lo que quedaba de ellos) con Paul Rodgers de cantante. También sacaron
para mi amigo Alex, con el acababa de fundar mi primera banda de rock. En mi
cándida preadolescencia yo no sabía muy bien cómo se comportaba la gente
en los conciertos, que allí se bebía, se fumaba –porque aún se fumaba en
los conciertos– y que generalmente se escucha peor la música que en el
disco. Ah, esa primera visión memorable de la muchedumbre en la pista y el
humo en los focos, la tinta indeleble de los ritos iniciáticos. Al
apagarse las luces y ver salir a Brian May a tocar el riff de Tie your
mother down descubrí una nueva forma de vida. Descubrí mi forma de vida.
Queen con Paul Rodgers fue el primero de varios centenares de conciertos a
los que he ido desde entonces, de Cádiz a Londres y de Barcelona a Viñales,
de los antros más oscuros de Malasaña hasta el Teatro Real, desde las doce
personas que vimos una noche a Ariel Rot en Galileo hasta las cien mil que
vimos a Tom Petty en Hyde Park. Si hay algo que echo de menos de la vida
anterior a la pandemia, si tuviera que elegir una sola cosa que recuperar
tal y como era antes serían los conciertos, porque es en los conciertos
donde más vivos nos sentimos los que tenemos esta pequeña tara de ser unos
enamorados de la música.
- Los
chicos – Andrés Calamaro. He tenido suerte con la muerte. No he tenido
que enterrar a mucha gente cercana y eso es algo por lo que estar
agradecido. Dos de mis abuelos murieron siendo yo aún pequeño, por lo que
mi primer contacto más o menos adulto con la muerte fue cuando una veloz
enfermedad se llevó a Javier, un amigo del colegio. Teníamos 14 años. Poco
después, Calamaro publicó Los chicos, en la que se acuerda de los amigos a
los que ha sobrevivido. «Dale un abrazo muy largo a
mis amigos que se fueron primero». Cada vez que escucho esta canción
me acuerdo de Javier, de Carlos, de mis abuelos y del resto de personas a
las que quise y que ya no están, y de alguna forma me reconforta saber que
acordándome de ellos consigo que vuelvan por un rato.
- Knockin’ on heaven’s door
– Bob Dylan. Antes
he hablado de mi primera banda como si hubiera tenido muchas, y lo cierto
es que solo han sido tres y, más o menos seria, solo una. Pero con 13 años
yo quería imitar a las bandas de rock que me acompañaban en mi camino de
Damasco y, como quien aspira a que le fiche la NBA, yo quería fichar por Guns
n’ Roses. Así que junto a mi amigo Alex –el del concierto de Queen– como
vocalista y otros dos que pasaban por ahí como bajista y batería (lo cual
tenía bastante mérito, porque nunca ninguno de ellos poseyó un bajo ni una
batería) fundamos nuestra banda de rock. Nuestra primera actuación fue en
la fiesta de fin de curso de nuestro colegio de Fomento, y quizás para
ganar el beneplácito de la autoridad o la indulgencia divina elegimos
tocar Knockin’ on heaven’s door. Supongo que cualquier parecido con la
original, si es que se dio, fue pura coincidencia. Años después, ya en la
universidad, tuve otra banda en la que sí sonábamos de forma decente y
hasta llegamos a dar un concierto en el que hubo personas que –libremente–
pagaron la friolera de 5 euros por vernos. Curiosamente, también tocamos
Knockin’ on heaven’s door. Sonó bastante mejor que la primera vez.
- Salir –
Extremoduro. Si todos los españoles nacidos entre 1980 y
1995 se sometieran a este donoso escrutinio musical, probablemente esta
canción competiría por ser de las más repetidas. Pocos temas han
representado con mayor crudeza gráfica la etapa de salirbeberelrollodesiempre que, quien más quien menos, todos
hemos experimentado en nuestras mocedades. Ahora los chavales que empiezan
a salir escuchan a C. Tangana, Nathy Peluso o a Bad Bunny, según, y a mí
no me parece mal porque siempre he defendido el derecho de cada uno a
amargarse la existencia como le venga en gana. Extremoduro y Platero y Tú
pusieron la sintonía oficial de esos mis primeros años en el salir, y yo
lo celebro.
- 92 –
Leiva: Leiva
me gustó. Así, en pretérito perfecto. Me gustó y me dejó de gustar. Le vi
con Pereza, con Hot Legs y en solitario un par de decenas de veces entre
el bachillerato y los primeros años de universidad, y, reconociéndole un
innegable talento musical, supongo que simplemente se me acabó repitiendo
y no tenía tenía el Almax a mano. Un poco como la frase de 92, «el tiempo
nos juntó para luego separarnos». Pero Leiva fue el hilo musical de una
etapa importante en mi vida, y la propia 92 tiene algo de himno generacional
para los que fuimos alumbrados por Cobi y por la Expo de Sevilla. «La
feria reúne a los viejos colegas del 92» se ha convertido en una especie
de mantra entre algunos de mis amigos, un grito de guerra que entonar al
entrar en la feria de Córdoba o en la verbena de la Paloma. Es una
sensación cálida la de engañarse pensando que una canción la han escrito
para ti.
- Estadio
azteca – Andrés Calamaro. Mi amigo Pórticos escribió hace tiempo este
tuit: «Estadio azteca y los amigos». Tras estas escuetas cinco palabras se
esconde algo que comparto con él, un código de camaradería entre colegas
que esta canción consigue hacer aflorar. Es una canción para exaltar la
amistad abrazado un vaso de mini. Con Iván y Carlitos en ese festival en
Pamplona, con Jorge y Bea en el Botánico de Madrid, con cualquiera que la
ponga en unas copas, los corros cantando a coro dicen que hay, dicen que hay establecen un vínculo de
hermandad que trasciende el momento y el lugar.
- Un buen
día – Los Planetas. Otra
canción de amistad, otro pequeño himno del colegueo juvenil pero en el que
ya se empieza a intuir eso de que la vida iba en serio. Me he empeñado en
odiar a Los Planetas muchas veces porque no llevo muy bien su superioridad
moral y porque tienen discos que pasarían perfectamente por un programa de
Cuarto Milenio dedicado a las psicofonías. Pero Un buen día es una canción
inconmensurable repleta de frases memorables. A mi amigo Jorge, apasionado
planetófilo, le regalé una vez una pequeña lámina con un dibujo y la frase
de “he bajado al bar para desayunar y he leído en el Marca que se ha
lesionado el niñato”. En Infrafútbol, un pequeño gran libro de Enrique
Ballester, hay una digresión alrededor del “Mendieta ha marcado un gol
realmente increíble”. Y yo siempre pienso en el “he bajado en la moto
hacia los bares de siempre, donde quedaba contigo”. En la canción se
conjugan muchas escenas de alegría con un poso de tristeza y de soledad,
pero ante todo es una canción luminosa que da ganas de lanzarse a la calle.
- Por la
mar chica del puerto – Mayte Martín. Esta canción, que antes que canción fue poema,
me transporta directamente a la Málaga de Manuel Alcántara. «Por la mar
chica del puerto / andan buscando los buzos / la llave de mis recuerdos. /
Se le ha borrado a la arena / la huella del pie descalzo / pero le queda
la pena / y eso no puede borrarlo». No se puede escribir más sencillo y
profundo a la vez, y por eso Alcántara es, quizás, mi poeta preferido.
Hace pocos días, mi sobrino de doce años escuchó esta canción y dijo «¿Por
qué no mandamos esta a Eurovisión?». El disco entero de Mayte Martín
cantando los poemas de Alcántara (Al
cantar a Manuel, se llama) es una joya.
- De
camino a la vereda – Buena Vista Social Club. Yo
soñaba con pasear, después del café bebío,
por las calles de La Habana con el tabaco encendío. Tuve suerte de hacerlo en esa época en la que aún se
podía viajar, y pude comprobar in situ que el daiquirí del bar La Mina en
la Plaza de Armas es el mejor que existe, como contaba Garci en Beber de
Cine y el Pórticos en su novela inacabada En busca de Ruberman. Escucho por ahí Chan-Chan y me bulle la
sangre en las venas a ritmo de son y guaguancó. Tiempos felices en la
perla del Caribe.
- These
days – Jackson Browne. Ya he hablado de mis 13 años y mi incipiente
militancia rockera. Si algo hizo que esa filiación se convirtiera en
melomanía fue el día que Jordi, amigo de mi hermano primero y amigo mío
desde entonces, me recogiera un día en casa, me montara en su deportivo y
me apuntara a la academia de música a la que él, a sus 29, había empezado
a ir –la escuela de rock la llamábamos–, un reducto de virtuosos del género al que estuve apuntado siete
años. Al llegar allí con Jordi y ver las hileras con decenas de guitarras
eléctricas de primer nivel, las salas equipadas con todo tipo de
sofisticados aparatos de sonido y el tremendo dominio de los profesores –el
mío, Paco, era la persona que mejor toca blues de este lado del
Mississippi– me quedé
descolocado. No sabía que existía un lugar así en plena Guindalera de
Madrid. Yo pensaba que la música que escuchaba era una cosa de otro
universo que tenía su delegación comercial en Londres o en Nueva York, y
no a tres paradas de metro de mi casa. Allí llegué gracias al
apadrinamiento de Jordi. Una década después, cuando ya los dos habíamos
dejado la escuela de rock y yo acababa de terminar la universidad, vino
Jackson Browne a tocar al Botánico de Madrid en una agradable noche de
verano. Esa semana había muerto un buen amigo de Jordi y, aun así, quiso
venirse conmigo a ver a Browne. Llegamos pronto a los aledaños y tomamos
los tercios de previa en el bar de un colegio mayor femenino de
Metropolitano, ya vacío por las vacaciones. Vimos tocar a los teloneros,
Jeff Spinoza y Ramón Arroyo de Los Secretos, y hasta nos acercamos a ellos
cuando terminaron de tocar –tanto
nos acercamos que le derramé por accidente medio litro de cerveza encima a
Jeff Spinoza–. Luego salió
Browne al escenario y tocó todos sus clásicos en un concierto inolvidable.
Escuché These days abrazado a Jordi y recuerdo el momento con una emoción
muy viva. Fue un instante especial en el que confluyeron la belleza de la
canción, el efecto de los gin tonics, la pérdida que Jordi había tenido
esos días –those days–, la vida que
se ponía por delante y la nostalgia por los viejos tiempos. Como si
todo tuviera un tono crepuscular. Por suerte, he seguido yendo a
conciertos con Jordi –al día
siguiente, sin ir más lejos, vimos a Dylan, al poco a Paul McCartney en el
Calderón, al poco de eso a Tom Petty en Londres, al poco de eso a Van
Morrison en Barcelona, al poco de eso a Neil Young en Londres…–, y que sean muchos más. Pero
echando un vistazo a la vida estos días –these days– se da uno cuenta de que el mundo
ha seguido girando sin parar. Paco ahora es el guitarrista de Manuel
Carrasco –que Dios le perdone–, mi trabajo de consultor apenas
me deja tiempo para tocar, Jordi ya es padre de familia y yo tengo la edad
con la que en su día me recogió en el deportivo, los bares de la
Guindalera están cerrados y una maldita pandemia nos ha emborronado a
todos el horizonte. Por eso, cuando escucho These days, es inevitable que
me invada un fuerte sentimiento de nostalgia por aquellos días.
- Joselito
– Kiko Veneno. Veranos largos de la etapa universitaria. Con
algunos de mis amigos desperdigados en intercambios y experiencias
internacionales durante el curso, era en verano cuando más concentrábamos
nuestras noches de embriaguez. Con poco presupuesto, porque no dejábamos
de ser estudiantes que intentaban ahorrar lo poco que ganaban dando clases
particulares o doblando camisetas, nos apuntábamos a cualquier bombardeo a
tiro de carretera o de Ryanair. Fueron innumerables los viajes por norte,
sur y países vecinos, pero le tengo un especial cariño a aquel de Conil en
que cogí el Audi 100 del 87 –que
ya había heredado– en mi pueblo, recogí a Jorge y a Sonia en Sevilla Santa
Justa y nos juntamos con Bea, Alex, Miguel, Richi, Paloma y algunos más en
Conil. Vivíamos en la calle Peñón –por la que bajaba Joselito en la
canción de Kiko Veneno–, pasábamos el día en El Palmar y por la noche
íbamos al pub El Sitio, donde servían botellines de Mahou y sonaban, ay,
Los Planetas. Good old days.
- La Torre
de la Vela – 091. El último concierto normal al que fui, sin
mascarillas y con roce, fue el de 091 –la mejor banda que ha dado Granada–
en Joy Eslava hace ahora un año, y si no recuerdo mal cerraron el
concierto con La Torre de la Vela. No fue mal epígono teniendo en cuenta
la que se nos venía encima. Al salir, Jorge y yo abordamos a Miguel Ríos,
que andaba por ahí, para hacernos una foto con él. Por su temática
granadina, La Torre de la Vela me recuerda a los viajes que hacía a
Granada desde mi pueblo para ver a mi amiga Alicia, recorriendo Andalucía
en mi flamante Audi 100 del 87. Una de esas veces, una cámara de tráfico
me cazó entrando en Reyes Católicos, que por lo visto estaba cerrada al
tráfico. Me salió cara, pero la foto que me mandaron a casa con Ali y con
mi Audi 100 todavía la tengo. Y le guardo mucho cariño.
- Va,
pensiero – Giuseppe Verdi. Yo no
soy particularmente snob en lo musical (bueno, puede que un poco sí, pero
con moderación), y con el tiempo he ido derribando prejuicios y
ensanchando horizontes. Mi género predilecto, como demuestra esta lista,
obviamente es el rock –así en
general–, con cierta
predilección por la americana music, el country-rock, las invasiones
británicas y el power-pop, pero sin hacerle ascos a casi nada que se
interprete con una guitarra acústica o eléctrica. Soy un gran aficionado
al flamenco, que desde siempre escuché en mi entorno, y tolero bien casi
todas las vertientes del jazz. Me gustan mucho los folklores
latinoamericanos, siento interés por la copla, tengo varios discos de
música de Semana Santa y sé distinguir la Novena Sinfonía de Beethoven de
la Primavera de Vivaldi. En resumen, me gusta prácticamente todo lo que
sea susceptible de superar el juicio del tiempo, y eso excluye unos
cuantos géneros (porque dentro de cinco décadas seguirá habiendo música
mala, pero por puro instinto de conservación me niego a aceptar que se
seguirá escuchando reguetón, ¿o qué abyecto planeta queremos dejarle a
nuestros nietos?). Sea como sea, a lo largo de mi educación musical he ido
teniendo un creciente interés por la ópera. Iba a haber puesto aquí el
intermezzo de Cavalleria Rusticana
de Mascagni (que suena en la escena cumbre de El Padrino III, en Toro
Salvaje y en Los Soprano), pero creo que me quedaré con el Va, pensiero, del Nabucco de Verdi.
Una vez leí que la pieza estuvo a punto de ser elegida como himno oficial
de Italia. A veces fantaseo con que le den una segunda oportunidad en
alguna república de nuevo cuño, porque quién no va a sentirse
enfervorecido por una pieza así.
- Last train – Allen Toussaint.
Siempre
me ha dado una vergüenza enorme el fenómeno fan, y cuando me cruzo a algún
artista, futbolista o famoso por el que siento simpatía me pongo nervioso
y trato de esconderme bajo la mesa no vaya a hacer el ridículo. Menos una vez.
Radio City es una diminuta tienda de discos que quedaba al lado de mi
universidad, y una tarde después de clase me acerqué para comprar algún
disco. Estaba yo solo en sus escasos 10 metros cuadrados, repasando las estanterías,
cuando escuché que alguien entraba y entablaba conversación con el encargado
en el mostrador. «Me encanta Last train, escuchá el bajo, es increíble»
dijo un acento argentino, refiriéndose a la canción que sonaba. Era Andrés
Calamaro, que estaría pasando una de sus largas temporadas de hibernación
en Madrid, en su casa de la calle Pez que también queda muy cerca. No pude
resistirme y me acerqué a decirle que le admiraba mucho y que qué suerte
coincidir con él en esa pequeña tienda de discos. Probablemente bajo los
efectos de alguna hierba me abrazó muy fuerte, me dio las gracias efusivamente
y accedió a hacerse una foto. Salí de Radio City con mis discos, mi foto
con Calamaro y con el bajo de Last train sonando en mi cabeza, pensando que
si Calamaro responde así a cada fan que se le acerca de dónde sacará
tiempo para ser músico.
- Yo me
bajo en Atocha – Joaquín Sabina. Sobre Madrid se han escrito muchas grandes
canciones (Quique González, Ariel Rot, Rosendo, Porretas, Burning), pero
yo me quedo con Yo me bajo en Atocha de Sabina. Construida a partir de las
muchas contraposiciones de la villa y corte –ocupa/skin, rap/chotis, 18 de julio/14 de abril, no
pasarán/vivan las caenas– en
ella hay hueco para todos los madrileños de ambos hemisferios. Y como
madrileños somos todos, es difícil no encontrar acomodo en esta canción
para muchas de las identidades que nos dé la gana perfilar.
- Cadillac
solitario – Loquillo. Una vez conocí a una rubia en el Tibidabo.
Nuestros caminos se juntaron un tiempo para volver a separarse. Pensaba
que solo yo le había hecho daño, pero desde entonces Cadillac solitario me
suena un poco más amarga.
- Un tiro
al aire – Camarón de la Isla. Como medioandaluz
y aficionado al flamenco tengo fijación por el personaje de Camarón y su
repercusión en la popularización del género. En los últimos años se han
rodado montones de documentales y se han publicado muchos libros sobre
distintas facetas de su figura. Yo me quedo con Pistola y cuchillo, una novela de Montero Glez. alrededor de
Camarón y su universo y ambientada en la Venta Vargas de San Fernando, a
la que procuro ir siempre que ando por Cádiz. Un tiro al aire, que para mi
gusto son las alegrías más bonitas que interpretó Camarón, me transportan
en el acto a esa tierra de sol, sal y mar en la que tan feliz soy. Y mi
amigo Paco las canta de maravilla en cualquier sarao en que tengamos una
guitarra a mano.
- Los
restos del naufragio – Bunbury. ¿A qué edad empieza uno a mirar su vida con
perspectiva? ¿Llegamos alguna vez a levantar el vuelo lo suficiente como
para poder ver bien el camino que hemos recorrido? Yo no sé muy bien la
respuesta, pero lo cierto es que a medida que uno empieza a tener la
sensación de que ya no es tan joven –y
para esto tampoco hace falta ser muy mayor– empieza a ver la que antes era su vida con unos ojos
diferentes. Empieza a ser recurrente el “qué hubiera pasado si…”, al menos
en los que tenemos querencia hacia la duda. En Los restos del naufragio,
Bunbury hace un balance sentimental de lo que tenía en su vida a los 37
años, cuando lanzó la canción. Me siento muy identificado con ella, quizás
por la coincidencia en algunas de las patrias sentimentales a que alude la
canción (como Leonard Cohen, Cádiz o los amigos que no nos quieren
cambiar, entre otras muchas) o quizás por el verso con que arranca: «nos
queda el presente que ya es suficiente».
- Impossible
Germany – Wilco. Con perspectiva o sin ella, los gustos
evolucionan. Con el tiempo se empieza a discriminar lo sólido de lo
gaseoso en nuestras aficiones, y lo mismo que con el tiempo asentamos
muchos de nuestros gustos infantiles vamos perdiendo la atracción por
algunas otras cosas. De Impossible Germany dijo mi hermano Miguel en un
blog ya extinto que es “la mejor canción de rock para adultos”. Muchas
veces le doy vueltas al concepto, ¿existe la música para adultos?
Probablemente sí, no hay más que imaginar un combate cuerpo a cuerpo entre
el Waka-Waka de Shakira y Philosopher’s Stone de Van Morrison, obviamente
no van dirigidas al mismo público objetivo. Pero lo que creo que quería
decir Miguel es que hay canciones que requieren de una experiencia previa
para llegar a emocionarnos, que hay vivencias latentes en la letra y la
música que mejor haber vivido para llegar a sintonizar del todo con una
canción. Y eso se consigue con la edad. Is your love in vain llegará mejor
a un corazón que sepa lo que es estar herido, I won’t back down impulsará
más a alguien necesitado de determinación y Shine a light será capaz de
iluminar mejor un alma que conozca la penumbra. Quizás Impossible Germany
sea más adulta en lo puramente formal, con su armonización compleja, la
intertextualidad de su letra, sus interminables fraseos de guitarra y sus
seis minutos de duración. No sé si la mejor, pero sin duda es una
grandísima canción para adultos.
- Medias
negras – Joaquín Sabina. Los años caen sobre esta lista como cayeron
sobre el viejo Audi 100, que dio su último servicio en un viaje a
Santander –y ni siquiera lo dio completo, porque decidió rendirse apenas
pasado Burgos–. Al coche de Regreso al Futuro le sucedió un Ford Focus con
motor Eco, aparcamiento automático y menos carisma que un cactus. Con él
recorro los caminos ibéricos desde hace varios años, y en verano suelo
pasar muchas horas recorriendo en él la provincia de Cádiz a lo largo de
los más de cien kilómetros que separan Sanlúcar de Zahara. Tanta
modernidad en sus prestaciones no impidió que uno de estos últimos veranos
se rompiera el Bluetooth y tuviera que echar mano de los discos que
siempre llevo de reserva, y durante semanas estuvo sonando en bucle el Nos
sobran los motivos de Sabina, con el botón de repeat fijo en Medias negras. Es la historia de un affaire
espontáneo que surge en la estación de Linares-Baeza y acaba con robo de
la cartera y del corazón. Y yo que me creía Steve McQueen. Nadie como
Sabina es capaz de rodar una película en tres minutos de canción. Ese fue
mi verano de Medias negras, el que me dejó clavada la frase que da nombre
a este pequeño cuaderno de bitácora: «Linares-Baeza, Alcázar de San Juan /
aves que vuelan, talgos que se van».
- Charo –
Quique González. Me pasa que hay frases de canciones que se me
quedan grabadas en la memoria y les acabo dando un significado íntimo,
como si fueran un infinito tatuado en la muñeca de una millenial, aunque ese
trasfondo personal probablemente no tenga nada que ver con lo que fuera
que tenía en la cabeza su autor al escribirlo. «Me hubiera pegado con todos por ti»,
qué imagen. Pero hay otra frase de Charo que me suele venir a la mente
cada vez que me asomo a la cornisa cantábrica, esa de «me fumo el verano
en la 634». Como reza la Wikipedia, “la N-634 es una vía terrestre que
discurre entre el barrio de Recalde de San Sebastián y Santiago de
Compostela a lo largo de toda la costa cantábrica. Esta carretera es de
doble sentido y su longitud es de algo más de 730 km”. Aunque mi querencia
es hacia el sur, tengo la suerte de tener amigos que cada verano me acogen
en San Sebastián, Santander, Oviedo y Ferrol. Y consultando el trazado de
la N-634 regreso a esa comida en Casa Consuelo de Luarca, quizás el
restaurante favorito de mi hermano Juande. O al fuerte oleaje parando el
tráfico entre Zarauz y Guetaria. O a las fiestas de Noja hace diez años y
la playa de las Catedrales hace seis meses. O a esa reunión con los de la
universidad en Casa Colo, en la aldea de Ceceda en el occidente asturiano,
después de haber pasado la noche de San Juan en la playa de San Lorenzo.
De esta última subí una foto a Instagram y, efectivamente, el título que
le puse es «me fumo el verano en la 634».
- Crescent
city – Lucinda Williams. Crescent city es una canción muy autobiográfica
de Lucinda Williams, cargada de imágenes de su familia y los lugares de Luisiana
que frecuentaba en su infancia, de Mandeville a Nueva Orleans, la ciudad
creciente. Yo escuché por primera vez la canción en esa maravillosa serie que
es Tremé y me quedé con el «my brother knows where the best bars are», porque
cada vez que quiero ir a algún sitio de la zona de Ibiza en Madrid (que es
muy a menudo) recurro lo primero de todo a mi hermano Juande. Hace poco me
dijo Juande que le gustaba mucho una canción de Lucinda Williams que había
descubierto, que se llamaba Crescent City y en la que Lucinda decía «my
brother knows where the best bars are» y, ay, pensé en cuando mi hermano
Miguel me pregunta por bares de Sevilla o de Cádiz, que yo tengo más
trabajados. Y así, como una cinta de Moebius recorrida por frikis que
archivan frases de canciones como pasajes vitales, vamos viviendo mis
hermanos y yo.
- Home –
Morgan. Uno
va perfilando sus apegos y sus arraigos a medida que se hace mayor, y en
ese viaje a Ítaca que suelen ser nuestras vidas uno se pregunta cuál es su
casa. La mía está en Madrid, y tiene un pasadizo subterráneo a Puente
Genil y ventanas al Atlántico andaluz. Home, de Morgan, me hace pensar en
eso, con la voz de Carolina de Juan (probablemente, la mejor de este país)
cantando «every mistake I make takes me away from my home».
- Learning to fly – Tom
Petty. La
mayor parte de la gente no vive a lo largo de su vida un episodio de éxtasis
místico como Santa Teresa ni un arrebato agudo de síndrome de Stendhal que
le deje tieso ante la Gran Belleza. Yo no soy una excepción, pero creo que
la vez que más cerca he estado de ambas experiencias fue el domingo 9 de
julio de 2017 en Hyde Park. Tom Petty y los Heartbreakers sobre las tablas
y miles de solícitos espectadores en la explanada del parque. Solo acompañado
por su guitarra acústica, los coros de las hermanas Webb y su voz frágil y
temblorosa, como a punto de disolverse, Tom interpretó el Learning to Fly
más bello que yo haya oído. Una canción tan primordial en ese contexto casi
de mito griego me hizo pensar en qué más podría yo esperar de mi relación
con la música. Visto eso para qué más, si ya podría recrearme en su
recuerdo imborrable por los años venideros. Como Thunder Road, Learning to
fly es una de las canciones de mi vida. En su letra, Petty contrapone el
estado de eterna inmadurez a la mirada nostálgica hacia los buenos
tiempos, con esa duda de si nuestros mejores días han pasado ante nosotros
y no hemos sido capaces de darnos cuenta. Ese «I’m learning to fly but I ain’t got wings»
frente al «good old days may not return». Apenas un par de meses después del concierto de Londres,
Petty murió en su casa de Santa Mónica, dejándonos a solas con nuestra
tristeza pero con la sensación de haber prolongado, al menos un ratito
más, esos good old days.
- Sprawl
II – Arcade Fire. Hace poco escuché esta canción y recordé que la
anterior vez que la había escuchado fue en el Primavera Sound. Ah, los
festivales, ese mundo perdido que la pandemia nos ha arrebatado y que no
sabemos cuándo volverá.
- Prisoner
– Ryan Adams. Como es sabido de Spotify, esa aplicación que suavemente
nos va matando a los nostálgicos de lo analógico, cada año nos prepara una
suerte de lista recopilatoria de las canciones, artistas y géneros que más
hemos escuchado a lo largo de los últimos doce meses. Eso ha generado en
mí una pequeña obsesión por colar a última hora alguna canción resultona
que me otorgue un aire de melómano maldito al compartir los resultados –alguna
pieza de Rachmaninov, algún sopor de Jacques Brel–. Nunca lo consigo,
porque suelo olvidar que la lista vence a final de noviembre y no a final
de año, de forma que veo retratadas mis escuchas reales sin tiempo a haber
podido ocultar la marcha “Coronación de la Macarena” de la Banda de la
Hermandad del Carmen de Salteras. Da igual, porque uno es así. Este último
año, condicionado por el teletrabajo y las horas de reclusión por la
pandemia, he batido todos los récords de minutos de escucha en Spotify, y
en los puestos más altos de la lista aparecía Prisoner, de Ryan Adams. Me
pareció una bonita metáfora del nuevo orden vital que nos ha tocado vivir
desde hace un año: ser prisioneros de una enfermedad que nos ha dejado las
manos arrugadas por la lluvia de tanto sacarlas por la reja de nuestra cárcel
interior.
- 24 frames – Jason Isbell. 24 frames es mi último crush, la última canción que ha llegado a obsesionarme. Porque yo me obsesiono mucho con algunas canciones, y cuando una me gusta mucho tengo la necesidad de escucharla varios centenares de veces, una detrás de otra, hasta aprendérmela de memoria. Yo no tenía especialmente trabajado a Jason Isbell, pero me topé hace poco con esta canción y todo en ella me parece perfecto. La publicó en 2015, lo cual me hace pensar en la cantidad de música buena que hay por ahí y aún no conocemos. La cantidad de canciones que podrían llegar a ser nuestra canción favorita y están ahí, en un mundo paralelo, siendo las canciones favoritas de alguien. Y aquí se mezcla la ilusión de tener aún mucho por descubrir con el desasosiego de no poder abarcarlo todo. Hay que intentar quedarse con la ilusión.