domingo, 7 de febrero de 2021

Viejo Chamartín


Se cumple estos días el primer aniversario de la muerte de David Gistau. Se suceden los homenajes en periódicos y emisoras de radio y se acaba de publicar una antología con muchas de sus mejores columnas. Recuerdo el homenaje particular que le rendimos a los pocos días de su muerte, poco antes de que el mundo se viniera abajo. Varios amigos decidimos recorrer algunos de los santos lugares del Gistau madrileño, espacios comunes en sus columnas y en Gente que se fue (que algún día reconoceremos como uno de los grandes libros de Madrid). Aperitivo largo en La Castela, en su barrio y el mío, sobremesa viendo al Madrí, negronis en el Richelieu con Sinonevero, primo lejano, e Ilsa en la mesa de al lado, rindiéndole también un último tributo —«es durísimo, estamos muy jodidos», me dijo Luis, íntimo de Gistau—. Luego, ya con los lazos de hermandad exaltados por los negronis, taxi a Chamartín para cenar un armando en La Ancha y los postreros whiskys a la sombra imponente del Bernabéu. Ya a la deshora del que no sabe decir si es hoy o mañana, a la caza de un taxi en la Castellana, el estadio se erigía como un coloso dormido y los rascacielos de Azca, con sus luces apagadas, parecían velar el sueño insatisfecho de ese Madrid heredado, el Madrid eterno que seguía ahí, respirando lento bajo una neblina fantasmagórica. Madrid seguía ahí, pero ya huérfano de una de sus mejores voces.

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Nos invitó a comer el padre de un amigo. Enviudó hace poco más de un mes y, rodeándose de su hijo y algunos de sus amigos, venía a dar un paso importante en su recuperación emocional. Durante el largo rato en que estuvimos a la mesa se acordó de reír y pasarlo bien. Al final, la amistad tiene sus ramificaciones y nuestros amigos son solo la puerta de entrada hacia todo lo que hay detrás de sus murallas.  

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Madrid, viernes por la noche, minutos previos al toque de queda en el viejo Chamartín. Paso por la puerta de un bar llamado “El Currante”, cerrado a cal y canto, y me acuerdo de la frase de Sabina, «vacío, como la Isla sin Camarón». Dejen currar al Currante.

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«Me preparo para sus preguntas, me esfuerzo por ser mejor, excelente, por si acaso en el futuro le da por tomarme como ejemplo. Encima se me parece muchísimo, por lo que veo en él un yo sin estropear, con todas las posibilidades intactas, que me ha prolongado el ciclo vital como si mi resurrección ya hubiera ocurrido. (…) Por primera vez en mi vida, temo morir. Me siento obligado a permanecer aquí al menos veinticinco años más, los que él pudiera necesitarme, y en eso no quiero fallarle. Mi hijo no ha de ser lo que yo fui: un adolescente enfadado con el mundo porque se le murió el padre demasiado pronto. Voy a dejar de fumar».

David Gistau, Del Martini al meconio, El Mundo (19 de marzo de 2010)

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