jueves, 4 de marzo de 2021

Ya tornan las golondrinas


Este jueves publicaba Enrique García-Máiquez una entrada en su blog en la que hacía referencia al regreso de las primeras golondrinas. La vuelta a casa de las aves (¿o es al revés y vuelven a casa cuando se van?) la advirtió él durante un paseo con su mujer hace pocos días. Enrique apunta cada año la fecha de avistamiento de las primeras golondrinas, que tras volver de sus cuarteles de invierno nos anticipan la llegada de la primavera, normalmente después de florecer los almendros y los prunos pero algo antes de desmelenarse el azahar. Mi abuelo también solía llevar la contabilidad de los vuelos de las golondrinas, y cuando la desmemoria se fue adueñando de sus recuerdos decidió empezar a hacer sus anotaciones en la pared, con letra muy grande y todo lujo de detalles, como intentando robarle espacio al tiempo. Sobre la pared blanca del zaguán, esa que con los años ha ido encalándose alrededor de sus palabras, iba apuntando cuántos ejemplares conformaban la bandada cada tarde, cuántos nidos iban apareciendo en la finca, e incluso cómo se relacionaban las golondrinas con el calendario de la cuaresma y del verano, las temporadas que solía pasar en el campo. Tal era su obsesión con las golondrinas que llegó a adaptar a su estilo la letra de una saeta antigua, tornándola en cuartelera: «El Viernes yo ser quisiera / manantera golondrina / que hasta tu rostro volara / y de tu frente divina / las espinas arrancara». Y no hubo nieto al que no enseñara los versos que Miguel Romero, el gran poeta de la Semana Santa de Puente Genil, dedicó al Domingo de Pasión: «Ya tornan las golondrinas / donde un hogar las espera / ya hay verdor en las colinas / fronda en las huertas vecinas / y efluvios de primavera». Supongo que, de alguna forma, las golondrinas estaban alrededor de todo lo que él amaba (su familia, su pueblo, su Nazareno), y quizás cuando notó que su memoria le iba abandonando encontró en ellas un último asidero al que aferrarse, un ancla que le mantuviera siempre en aguas conocidas. Mientras ellas volvieran puntuales cada año él podría volver a lo que siempre fue.  


***

«23-24 de julio 92: ya no duermen las crías en el nido (nº 3) pero sí pasan la noche en el marco de J.N. (Jesús Nazareno)».
«31 de julio noche (a las 21 horas) aparecen dos sobre el marco pero se marcharon (...). ADIÓS, ¡que seáis felices en el Senegal!».
«5 agosto - Quedan muestras en la era y bebiendo en la piscina».
«El 28 de octubre del 94, viernes, víspera del bautizo, vengo y al entrar encuentro destruidos dos de los cuatro nidos existentes (los dos más antiguos). Espero no ahuyente este triste suceso a las golondrinas y vuelvan el Jueves Lardero, y reconstruyan sus casas».
«Paso 15 días en el cortijo. Ha habido este año más golondrinas que nunca, están ocupando nidos ¡acumulados!, a pesar de la sequía».
«Hoy día 2, recién pasado S. Pedro, se han ido de los nidos. ¿Se habrán ido ya?».
«Volvió una pareja que ocupó el nido que quedó el 20 Feb 1995, antevíspera del Jueves Lardero 95».
«1996, año de las lluvias. Llegó la golondrina el dos de febrero, Candelaria».

*Hace unos meses, mi primo y mi tío repasaron las anotaciones, dándoles un mayor realce.


***

Ya tornan las golondrinas
donde un hogar las espera,
ya hay verdor en las colinas,
fronda en las huertas vecinas
y efluvios de primavera.

Ya en nuestras huertas hay flores,
entre las flores hay nidos,
y en los nidos ruiseñores
que deleitan los sentidos
con sus trinados amores.

Ya son las brisas templadas
los celajes transparentes
risueñas las alboradas
los días resplandecientes
y las noches perfumadas.

Ya en el Genil reverbera
el astro solar fecundo,
que en su sideral carrera
esplende su áurea bandera
por los ámbitos del mundo.

Ya lenta y plácidamente
la noche tiende su manto,
mientras en cuarto creciente
se oculta por occidente
la antorcha del Jueves Santo.

Y óyense vagos clamores
religiosos y profanos
de improvisados cantores,
que siguen tras los tambores 
de la Chusma y los Romanos.

Ya a los Santos tutelares
mil saetas populares
nuestro entusiasmo levanta
y nuestros limpios hogares 
huelen a Semana Santa.

Ya la cristiana canción
canta el pueblo con derroche
y nos dice el corazón
que llegó la hermosa noche
del Domingo de Pasión.

  Miguel Romero, Semana Santa en Puente Genil (1911)


domingo, 7 de febrero de 2021

31 canciones

 

Desocupado lector, disculpa de antemano la extensión de esta entrada de blog, que más que una entrada son treinta y una salidas del paso a propósito de tal o cual canción, pero es que Dios, que no me concedió el talento de la concisión, sí me dio aunque solo a veces el del empecinamiento quijotesco para terminar empresas así. Y es que hace algunas semanas, por Twitter, Patricia (@derosasybaobabs) me preguntó por mis 31 canciones. Solo por si acaso, recordaré que 31 canciones es un libro delicioso en el que Nick Hornby explica en 31 textos su relación con las canciones y con la música, que en cierta forma viene a ser el relato de su propia vida. «La verdad es que Thunder Road solo me recuerda a Thunder Road y, supongo, a mi vida desde que tenía dieciocho años, es decir, a poca cosa y a demasiado (…). Hay varias canciones que me recuerdan a la universidad, o a ex novias, o un trabajo de verano, pero ninguna es mía, ninguna significa nada para mí como música, sólo como recuerdos y no quería escribir de recuerdos. Yo quería escribir sobre lo que hay en cada una de esas canciones y que me ha hecho amarlas, no lo que yo haya puesto en las canciones». Hasta aquí el señor Hornby. Quizás por mi incapacidad para colegir qué hay en una canción que me ha hecho amarla más allá de qué me haya sucedido mientras sonaba, yo sí he escrito de recuerdos. A veces concretos y a veces tan amplios que abarcan desde un instante hasta una vida entera. A veces son solo una excusa y a veces una justificación. La mayoría de estas canciones no son, ni de lejos, mis favoritas. Tampoco son todas las canciones que asocio a muchos momentos importantes: las más importantes me las guardo para mí. Simplemente son 31 canciones –porque tenían que ser 31 canciones– que en algún momento se han cruzado en mi camino y aún hoy, al escucharlas, me devuelven a un pasado que no sé si es mejor o peor, pero por el que no puedo evitar sentir cierta nostalgia. Las canciones no cambian, pero sí los oídos con que las escuchamos y los ojos con que miramos el mundo mientras suenan. Ese sentimiento de constante evolución nos hace recrearnos en matices que nunca antes se habían mostrado ante nosotros y, por otro lado, nos ayuda a distinguir todo lo sólido y permanente de lo que simplemente está de paso. Así en las canciones como en la vida. De ese sentimiento nace esta lista.

(Aquí la playlist en Spotify)

  1. Thunder Road – Bruce Springsteen. En un alarde de originalidad, la primera canción de mi lista es la segunda de la de Hornby. Y como a Hornby, Thunder Road no me recuerda a nada en particular, sino a mi vida desde que tengo memoria. Ha estado siempre ahí, acompañando mi prosaica existencia con su introducción de armónica y su crescendo trepidante. A veces con su Mary climb in, a veces con su heaven’s waiting down on the tracks, últimamente con su maybe we ain’t that young anymore. Pienso mucho en cuáles son mis canciones favoritas, cuáles me llevaría a una isla desierta, cuáles salvaría de un incendio, y siempre acabo desembocando en Thunder Road.   
  2. La luna debajo del brazo – Quique González. Junto a apenas un par más, el artista al que más he escuchado en mi vida probablemente sea Quique González. Su trayectoria, underground hasta hace no mucho, ha ido asentándose en el éxito mientras la mía propia me ha ido llevando a las aguas abiertas y desconocidas del mundo real. Fue en 2006 y con catorce años cuando vi por primera vez a QG en directo, apenas recién descubierto gracias –como casi todoa mis hermanos. Eso significa que he pasado más tiempo de mi vida escuchando a Quique que sin hacerlo. Junto a algunas pocas referencias más, fue su música la que me hizo enamorarme de la música. Fueron sus conciertos los que me convirtieron en un loco de los conciertos. Hay más de mí en los surcos del Salitre48 que en los labios de cualquier mujer. Echo la vista atrás hacia esos conciertos y veo las muescas en el tronco de mi propia biografía: el Palacio de Congresos con mis hermanos, en el Bellas Artes con María, el triplete del Florida Park, las primeras Rivieras, el Price y su primer Palacio de los Deportes… varias decenas de conciertos en los que yo asistía al crecimiento artístico de Quique y Quique asistía a mi crecimiento personal. La luna debajo del brazo sigue siendo una de las canciones más importantes para mí, y su “lo tuvimos tan cerca que nunca lo vimos” me sigue persiguiendo. Quizás porque me sigue persiguiendo sigue siendo importante.  
  3. Cantares – Joan Manuel Serrat. Todos debemos nuestras aficiones a una mezcla de curiosidad y de confianza en alguien. Mi afición a la música y mis principales referencias se las debo indudablemente a mis hermanos mayores, porque aunque mis padres son aficionados a la música (como cualquier persona, porque no conozco a nadie que diga que no le gusta la música) no tienen la militancia obsesiva que sí tenemos sus hijos. Pero mi padre, si es fan de alguien, es de Serrat. No había viaje en coche en que no sonara Serrat. No sé cómo no se rayó el disco de homenaje a Machado en el viejo Audi 100, porque cada vez que íbamos al pueblo –en su día se tardaba 5 horas en ir de Madrid a la campiña cordobesa–, sonaba en bucle infinito. Cantares era mi favorita, y aún cuando la vuelvo a escuchar regreso a esos largos viajes atravesando España en el viejo Audi 100 del 87.
  4. Sparky’s dream – Teenage Fanclub. Con el tiempo, Teenage Fanclub se ha acabado convirtiendo en una de mis bandas favoritas. Pero así como hablaba antes de la influencia de otras personas en nuestras aficiones, con Teenage Fanclub me pasa que fue la primera banda que descubrí por mí mismo. Por casa había un disco que tenía mi hermano Miguel, pero ni él les había hecho mucho caso. El caso es que lo escuché y me agradó, y al poco me encontré en la Fnac con un pack con sus cinco principales discos en oferta. Me lo compré y descubrí, disco a disco, al grupo que pondría banda sonora a mi vida desde entonces. Luego leí, ay, 31 canciones de Hornby, y del hecho de que sea la única banda que aparece dos veces en el libro extraje que no era el único que se había dejado atrapar por los escoceses. Tal debió de ser mi matraca con ellos que acabó por permear entre mis hermanos y mis amigos, y he tenido ocasión de verles en directo en buena compañía en distintas ciudades. Tenía planeado ir a verles a Inglaterra con Miguel, pero una estúpida pandemia se interpuso en nuestro camino. Que sean una banda relativamente desconocida para el gran público me hace pensar en Teenage Fanclub casi como en unos viejos amigos a los que me gusta ir presentando a los demás.
  5. Tie your mother down – Queen. 1 de abril de 2005, Palacio de los Deportes. Con apenas trece años y tras de meses de espera entusiasta, mis hermanos Miguel y Fran me llevaron a mi primer concierto. Yo era un pequeño friki en ciernes que había crecido viendo a sus hermanos mayores llegar de los conciertos como si vinieran de una misa mayor, y cuando consideraron que tenía una edad suficiente –o que su paciencia no aguantaba más mis insistentes ruegosme sacaron mi primera entrada para el concierto de Queen (o lo que quedaba de ellos) con Paul Rodgers de cantante. También sacaron para mi amigo Alex, con el acababa de fundar mi primera banda de rock. En mi cándida preadolescencia yo no sabía muy bien cómo se comportaba la gente en los conciertos, que allí se bebía, se fumaba –porque aún se fumaba en los conciertos– y que generalmente se escucha peor la música que en el disco. Ah, esa primera visión memorable de la muchedumbre en la pista y el humo en los focos, la tinta indeleble de los ritos iniciáticos. Al apagarse las luces y ver salir a Brian May a tocar el riff de Tie your mother down descubrí una nueva forma de vida. Descubrí mi forma de vida. Queen con Paul Rodgers fue el primero de varios centenares de conciertos a los que he ido desde entonces, de Cádiz a Londres y de Barcelona a Viñales, de los antros más oscuros de Malasaña hasta el Teatro Real, desde las doce personas que vimos una noche a Ariel Rot en Galileo hasta las cien mil que vimos a Tom Petty en Hyde Park. Si hay algo que echo de menos de la vida anterior a la pandemia, si tuviera que elegir una sola cosa que recuperar tal y como era antes serían los conciertos, porque es en los conciertos donde más vivos nos sentimos los que tenemos esta pequeña tara de ser unos enamorados de la música.
  6. Los chicos – Andrés Calamaro. He tenido suerte con la muerte. No he tenido que enterrar a mucha gente cercana y eso es algo por lo que estar agradecido. Dos de mis abuelos murieron siendo yo aún pequeño, por lo que mi primer contacto más o menos adulto con la muerte fue cuando una veloz enfermedad se llevó a Javier, un amigo del colegio. Teníamos 14 años. Poco después, Calamaro publicó Los chicos, en la que se acuerda de los amigos a los que ha sobrevivido. «Dale un abrazo muy largo a mis amigos que se fueron primero». Cada vez que escucho esta canción me acuerdo de Javier, de Carlos, de mis abuelos y del resto de personas a las que quise y que ya no están, y de alguna forma me reconforta saber que acordándome de ellos consigo que vuelvan por un rato.
  7. Knockin’ on heaven’s door – Bob Dylan. Antes he hablado de mi primera banda como si hubiera tenido muchas, y lo cierto es que solo han sido tres y, más o menos seria, solo una. Pero con 13 años yo quería imitar a las bandas de rock que me acompañaban en mi camino de Damasco y, como quien aspira a que le fiche la NBA, yo quería fichar por Guns n’ Roses. Así que junto a mi amigo Alex –el del concierto de Queen– como vocalista y otros dos que pasaban por ahí como bajista y batería (lo cual tenía bastante mérito, porque nunca ninguno de ellos poseyó un bajo ni una batería) fundamos nuestra banda de rock. Nuestra primera actuación fue en la fiesta de fin de curso de nuestro colegio de Fomento, y quizás para ganar el beneplácito de la autoridad o la indulgencia divina elegimos tocar Knockin’ on heaven’s door. Supongo que cualquier parecido con la original, si es que se dio, fue pura coincidencia. Años después, ya en la universidad, tuve otra banda en la que sí sonábamos de forma decente y hasta llegamos a dar un concierto en el que hubo personas que –libremente– pagaron la friolera de 5 euros por vernos. Curiosamente, también tocamos Knockin’ on heaven’s door. Sonó bastante mejor que la primera vez.
  8. Salir – Extremoduro. Si todos los españoles nacidos entre 1980 y 1995 se sometieran a este donoso escrutinio musical, probablemente esta canción competiría por ser de las más repetidas. Pocos temas han representado con mayor crudeza gráfica la etapa de salirbeberelrollodesiempre que, quien más quien menos, todos hemos experimentado en nuestras mocedades. Ahora los chavales que empiezan a salir escuchan a C. Tangana, Nathy Peluso o a Bad Bunny, según, y a mí no me parece mal porque siempre he defendido el derecho de cada uno a amargarse la existencia como le venga en gana. Extremoduro y Platero y Tú pusieron la sintonía oficial de esos mis primeros años en el salir, y yo lo celebro.
  9. 92 – Leiva: Leiva me gustó. Así, en pretérito perfecto. Me gustó y me dejó de gustar. Le vi con Pereza, con Hot Legs y en solitario un par de decenas de veces entre el bachillerato y los primeros años de universidad, y, reconociéndole un innegable talento musical, supongo que simplemente se me acabó repitiendo y no tenía tenía el Almax a mano. Un poco como la frase de 92, «el tiempo nos juntó para luego separarnos». Pero Leiva fue el hilo musical de una etapa importante en mi vida, y la propia 92 tiene algo de himno generacional para los que fuimos alumbrados por Cobi y por la Expo de Sevilla. «La feria reúne a los viejos colegas del 92» se ha convertido en una especie de mantra entre algunos de mis amigos, un grito de guerra que entonar al entrar en la feria de Córdoba o en la verbena de la Paloma. Es una sensación cálida la de engañarse pensando que una canción la han escrito para ti.
  10. Estadio azteca – Andrés Calamaro. Mi amigo Pórticos escribió hace tiempo este tuit: «Estadio azteca y los amigos». Tras estas escuetas cinco palabras se esconde algo que comparto con él, un código de camaradería entre colegas que esta canción consigue hacer aflorar. Es una canción para exaltar la amistad abrazado un vaso de mini. Con Iván y Carlitos en ese festival en Pamplona, con Jorge y Bea en el Botánico de Madrid, con cualquiera que la ponga en unas copas, los corros cantando a coro dicen que hay, dicen que hay establecen un vínculo de hermandad que trasciende el momento y el lugar.
  11. Un buen día – Los Planetas. Otra canción de amistad, otro pequeño himno del colegueo juvenil pero en el que ya se empieza a intuir eso de que la vida iba en serio. Me he empeñado en odiar a Los Planetas muchas veces porque no llevo muy bien su superioridad moral y porque tienen discos que pasarían perfectamente por un programa de Cuarto Milenio dedicado a las psicofonías. Pero Un buen día es una canción inconmensurable repleta de frases memorables. A mi amigo Jorge, apasionado planetófilo, le regalé una vez una pequeña lámina con un dibujo y la frase de “he bajado al bar para desayunar y he leído en el Marca que se ha lesionado el niñato”. En Infrafútbol, un pequeño gran libro de Enrique Ballester, hay una digresión alrededor del “Mendieta ha marcado un gol realmente increíble”. Y yo siempre pienso en el “he bajado en la moto hacia los bares de siempre, donde quedaba contigo”. En la canción se conjugan muchas escenas de alegría con un poso de tristeza y de soledad, pero ante todo es una canción luminosa que da ganas de lanzarse a la calle.  
  12. Por la mar chica del puerto – Mayte Martín. Esta canción, que antes que canción fue poema, me transporta directamente a la Málaga de Manuel Alcántara. «Por la mar chica del puerto / andan buscando los buzos / la llave de mis recuerdos. / Se le ha borrado a la arena / la huella del pie descalzo / pero le queda la pena / y eso no puede borrarlo». No se puede escribir más sencillo y profundo a la vez, y por eso Alcántara es, quizás, mi poeta preferido. Hace pocos días, mi sobrino de doce años escuchó esta canción y dijo «¿Por qué no mandamos esta a Eurovisión?». El disco entero de Mayte Martín cantando los poemas de Alcántara (Al cantar a Manuel, se llama) es una joya.
  13. De camino a la vereda – Buena Vista Social Club. Yo soñaba con pasear, después del café bebío, por las calles de La Habana con el tabaco encendío. Tuve suerte de hacerlo en esa época en la que aún se podía viajar, y pude comprobar in situ que el daiquirí del bar La Mina en la Plaza de Armas es el mejor que existe, como contaba Garci en Beber de Cine y el Pórticos en su novela inacabada En busca de Ruberman. Escucho por ahí Chan-Chan y me bulle la sangre en las venas a ritmo de son y guaguancó. Tiempos felices en la perla del Caribe.
  14. These days – Jackson Browne. Ya he hablado de mis 13 años y mi incipiente militancia rockera. Si algo hizo que esa filiación se convirtiera en melomanía fue el día que Jordi, amigo de mi hermano primero y amigo mío desde entonces, me recogiera un día en casa, me montara en su deportivo y me apuntara a la academia de música a la que él, a sus 29, había empezado a ir la escuela de rock la llamábamos, un reducto de virtuosos del género al que estuve apuntado siete años. Al llegar allí con Jordi y ver las hileras con decenas de guitarras eléctricas de primer nivel, las salas equipadas con todo tipo de sofisticados aparatos de sonido y el tremendo dominio de los profesores –el mío, Paco, era la persona que mejor toca blues de este lado del Mississippime quedé descolocado. No sabía que existía un lugar así en plena Guindalera de Madrid. Yo pensaba que la música que escuchaba era una cosa de otro universo que tenía su delegación comercial en Londres o en Nueva York, y no a tres paradas de metro de mi casa. Allí llegué gracias al apadrinamiento de Jordi. Una década después, cuando ya los dos habíamos dejado la escuela de rock y yo acababa de terminar la universidad, vino Jackson Browne a tocar al Botánico de Madrid en una agradable noche de verano. Esa semana había muerto un buen amigo de Jordi y, aun así, quiso venirse conmigo a ver a Browne. Llegamos pronto a los aledaños y tomamos los tercios de previa en el bar de un colegio mayor femenino de Metropolitano, ya vacío por las vacaciones. Vimos tocar a los teloneros, Jeff Spinoza y Ramón Arroyo de Los Secretos, y hasta nos acercamos a ellos cuando terminaron de tocar tanto nos acercamos que le derramé por accidente medio litro de cerveza encima a Jeff Spinoza. Luego salió Browne al escenario y tocó todos sus clásicos en un concierto inolvidable. Escuché These days abrazado a Jordi y recuerdo el momento con una emoción muy viva. Fue un instante especial en el que confluyeron la belleza de la canción, el efecto de los gin tonics, la pérdida que Jordi había tenido esos días those days–, la vida que se ponía por delante y la nostalgia por los viejos tiempos. Como si todo tuviera un tono crepuscular. Por suerte, he seguido yendo a conciertos con Jordi al día siguiente, sin ir más lejos, vimos a Dylan, al poco a Paul McCartney en el Calderón, al poco de eso a Tom Petty en Londres, al poco de eso a Van Morrison en Barcelona, al poco de eso a Neil Young en Londres…, y que sean muchos más. Pero echando un vistazo a la vida estos días these days se da uno cuenta de que el mundo ha seguido girando sin parar. Paco ahora es el guitarrista de Manuel Carrasco que Dios le perdone, mi trabajo de consultor apenas me deja tiempo para tocar, Jordi ya es padre de familia y yo tengo la edad con la que en su día me recogió en el deportivo, los bares de la Guindalera están cerrados y una maldita pandemia nos ha emborronado a todos el horizonte. Por eso, cuando escucho These days, es inevitable que me invada un fuerte sentimiento de nostalgia por aquellos días.
  15. Joselito – Kiko Veneno. Veranos largos de la etapa universitaria. Con algunos de mis amigos desperdigados en intercambios y experiencias internacionales durante el curso, era en verano cuando más concentrábamos nuestras noches de embriaguez. Con poco presupuesto, porque no dejábamos de ser estudiantes que intentaban ahorrar lo poco que ganaban dando clases particulares o doblando camisetas, nos apuntábamos a cualquier bombardeo a tiro de carretera o de Ryanair. Fueron innumerables los viajes por norte, sur y países vecinos, pero le tengo un especial cariño a aquel de Conil en que cogí el Audi 100 del 87 que ya había heredado– en mi pueblo, recogí a Jorge y a Sonia en Sevilla Santa Justa y nos juntamos con Bea, Alex, Miguel, Richi, Paloma y algunos más en Conil. Vivíamos en la calle Peñón –por la que bajaba Joselito en la canción de Kiko Veneno–, pasábamos el día en El Palmar y por la noche íbamos al pub El Sitio, donde servían botellines de Mahou y sonaban, ay, Los Planetas. Good old days.
  16. La Torre de la Vela – 091. El último concierto normal al que fui, sin mascarillas y con roce, fue el de 091 –la mejor banda que ha dado Granada– en Joy Eslava hace ahora un año, y si no recuerdo mal cerraron el concierto con La Torre de la Vela. No fue mal epígono teniendo en cuenta la que se nos venía encima. Al salir, Jorge y yo abordamos a Miguel Ríos, que andaba por ahí, para hacernos una foto con él. Por su temática granadina, La Torre de la Vela me recuerda a los viajes que hacía a Granada desde mi pueblo para ver a mi amiga Alicia, recorriendo Andalucía en mi flamante Audi 100 del 87. Una de esas veces, una cámara de tráfico me cazó entrando en Reyes Católicos, que por lo visto estaba cerrada al tráfico. Me salió cara, pero la foto que me mandaron a casa con Ali y con mi Audi 100 todavía la tengo. Y le guardo mucho cariño. 
  17. Va, pensiero Giuseppe Verdi. Yo no soy particularmente snob en lo musical (bueno, puede que un poco sí, pero con moderación), y con el tiempo he ido derribando prejuicios y ensanchando horizontes. Mi género predilecto, como demuestra esta lista, obviamente es el rock así en general–, con cierta predilección por la americana music, el country-rock, las invasiones británicas y el power-pop, pero sin hacerle ascos a casi nada que se interprete con una guitarra acústica o eléctrica. Soy un gran aficionado al flamenco, que desde siempre escuché en mi entorno, y tolero bien casi todas las vertientes del jazz. Me gustan mucho los folklores latinoamericanos, siento interés por la copla, tengo varios discos de música de Semana Santa y sé distinguir la Novena Sinfonía de Beethoven de la Primavera de Vivaldi. En resumen, me gusta prácticamente todo lo que sea susceptible de superar el juicio del tiempo, y eso excluye unos cuantos géneros (porque dentro de cinco décadas seguirá habiendo música mala, pero por puro instinto de conservación me niego a aceptar que se seguirá escuchando reguetón, ¿o qué abyecto planeta queremos dejarle a nuestros nietos?). Sea como sea, a lo largo de mi educación musical he ido teniendo un creciente interés por la ópera. Iba a haber puesto aquí el intermezzo de Cavalleria Rusticana de Mascagni (que suena en la escena cumbre de El Padrino III, en Toro Salvaje y en Los Soprano), pero creo que me quedaré con el Va, pensiero, del Nabucco de Verdi. Una vez leí que la pieza estuvo a punto de ser elegida como himno oficial de Italia. A veces fantaseo con que le den una segunda oportunidad en alguna república de nuevo cuño, porque quién no va a sentirse enfervorecido por una pieza así.
  18. Last train Allen Toussaint. Siempre me ha dado una vergüenza enorme el fenómeno fan, y cuando me cruzo a algún artista, futbolista o famoso por el que siento simpatía me pongo nervioso y trato de esconderme bajo la mesa no vaya a hacer el ridículo. Menos una vez. Radio City es una diminuta tienda de discos que quedaba al lado de mi universidad, y una tarde después de clase me acerqué para comprar algún disco. Estaba yo solo en sus escasos 10 metros cuadrados, repasando las estanterías, cuando escuché que alguien entraba y entablaba conversación con el encargado en el mostrador. «Me encanta Last train, escuchá el bajo, es increíble» dijo un acento argentino, refiriéndose a la canción que sonaba. Era Andrés Calamaro, que estaría pasando una de sus largas temporadas de hibernación en Madrid, en su casa de la calle Pez que también queda muy cerca. No pude resistirme y me acerqué a decirle que le admiraba mucho y que qué suerte coincidir con él en esa pequeña tienda de discos. Probablemente bajo los efectos de alguna hierba me abrazó muy fuerte, me dio las gracias efusivamente y accedió a hacerse una foto. Salí de Radio City con mis discos, mi foto con Calamaro y con el bajo de Last train sonando en mi cabeza, pensando que si Calamaro responde así a cada fan que se le acerca de dónde sacará tiempo para ser músico.
  19. Yo me bajo en Atocha – Joaquín Sabina. Sobre Madrid se han escrito muchas grandes canciones (Quique González, Ariel Rot, Rosendo, Porretas, Burning), pero yo me quedo con Yo me bajo en Atocha de Sabina. Construida a partir de las muchas contraposiciones de la villa y corte ocupa/skin, rap/chotis, 18 de julio/14 de abril, no pasarán/vivan las caenas en ella hay hueco para todos los madrileños de ambos hemisferios. Y como madrileños somos todos, es difícil no encontrar acomodo en esta canción para muchas de las identidades que nos dé la gana perfilar.
  20. Cadillac solitario – Loquillo. Una vez conocí a una rubia en el Tibidabo. Nuestros caminos se juntaron un tiempo para volver a separarse. Pensaba que solo yo le había hecho daño, pero desde entonces Cadillac solitario me suena un poco más amarga.
  21. Un tiro al aire – Camarón de la Isla. Como medioandaluz y aficionado al flamenco tengo fijación por el personaje de Camarón y su repercusión en la popularización del género. En los últimos años se han rodado montones de documentales y se han publicado muchos libros sobre distintas facetas de su figura. Yo me quedo con Pistola y cuchillo, una novela de Montero Glez. alrededor de Camarón y su universo y ambientada en la Venta Vargas de San Fernando, a la que procuro ir siempre que ando por Cádiz. Un tiro al aire, que para mi gusto son las alegrías más bonitas que interpretó Camarón, me transportan en el acto a esa tierra de sol, sal y mar en la que tan feliz soy. Y mi amigo Paco las canta de maravilla en cualquier sarao en que tengamos una guitarra a mano.
  22. Los restos del naufragio – Bunbury. ¿A qué edad empieza uno a mirar su vida con perspectiva? ¿Llegamos alguna vez a levantar el vuelo lo suficiente como para poder ver bien el camino que hemos recorrido? Yo no sé muy bien la respuesta, pero lo cierto es que a medida que uno empieza a tener la sensación de que ya no es tan joven y para esto tampoco hace falta ser muy mayor empieza a ver la que antes era su vida con unos ojos diferentes. Empieza a ser recurrente el “qué hubiera pasado si…”, al menos en los que tenemos querencia hacia la duda. En Los restos del naufragio, Bunbury hace un balance sentimental de lo que tenía en su vida a los 37 años, cuando lanzó la canción. Me siento muy identificado con ella, quizás por la coincidencia en algunas de las patrias sentimentales a que alude la canción (como Leonard Cohen, Cádiz o los amigos que no nos quieren cambiar, entre otras muchas) o quizás por el verso con que arranca: «nos queda el presente que ya es suficiente».
  23. Impossible Germany – Wilco. Con perspectiva o sin ella, los gustos evolucionan. Con el tiempo se empieza a discriminar lo sólido de lo gaseoso en nuestras aficiones, y lo mismo que con el tiempo asentamos muchos de nuestros gustos infantiles vamos perdiendo la atracción por algunas otras cosas. De Impossible Germany dijo mi hermano Miguel en un blog ya extinto que es “la mejor canción de rock para adultos”. Muchas veces le doy vueltas al concepto, ¿existe la música para adultos? Probablemente sí, no hay más que imaginar un combate cuerpo a cuerpo entre el Waka-Waka de Shakira y Philosopher’s Stone de Van Morrison, obviamente no van dirigidas al mismo público objetivo. Pero lo que creo que quería decir Miguel es que hay canciones que requieren de una experiencia previa para llegar a emocionarnos, que hay vivencias latentes en la letra y la música que mejor haber vivido para llegar a sintonizar del todo con una canción. Y eso se consigue con la edad. Is your love in vain llegará mejor a un corazón que sepa lo que es estar herido, I won’t back down impulsará más a alguien necesitado de determinación y Shine a light será capaz de iluminar mejor un alma que conozca la penumbra. Quizás Impossible Germany sea más adulta en lo puramente formal, con su armonización compleja, la intertextualidad de su letra, sus interminables fraseos de guitarra y sus seis minutos de duración. No sé si la mejor, pero sin duda es una grandísima canción para adultos.
  24. Medias negras – Joaquín Sabina. Los años caen sobre esta lista como cayeron sobre el viejo Audi 100, que dio su último servicio en un viaje a Santander –y ni siquiera lo dio completo, porque decidió rendirse apenas pasado Burgos–. Al coche de Regreso al Futuro le sucedió un Ford Focus con motor Eco, aparcamiento automático y menos carisma que un cactus. Con él recorro los caminos ibéricos desde hace varios años, y en verano suelo pasar muchas horas recorriendo en él la provincia de Cádiz a lo largo de los más de cien kilómetros que separan Sanlúcar de Zahara. Tanta modernidad en sus prestaciones no impidió que uno de estos últimos veranos se rompiera el Bluetooth y tuviera que echar mano de los discos que siempre llevo de reserva, y durante semanas estuvo sonando en bucle el Nos sobran los motivos de Sabina, con el botón de repeat fijo en Medias negras. Es la historia de un affaire espontáneo que surge en la estación de Linares-Baeza y acaba con robo de la cartera y del corazón. Y yo que me creía Steve McQueen. Nadie como Sabina es capaz de rodar una película en tres minutos de canción. Ese fue mi verano de Medias negras, el que me dejó clavada la frase que da nombre a este pequeño cuaderno de bitácora: «Linares-Baeza, Alcázar de San Juan / aves que vuelan, talgos que se van».
  25. Charo – Quique González. Me pasa que hay frases de canciones que se me quedan grabadas en la memoria y les acabo dando un significado íntimo, como si fueran un infinito tatuado en la muñeca de una millenial, aunque ese trasfondo personal probablemente no tenga nada que ver con lo que fuera que tenía en la cabeza su autor al escribirlo.  «Me hubiera pegado con todos por ti», qué imagen. Pero hay otra frase de Charo que me suele venir a la mente cada vez que me asomo a la cornisa cantábrica, esa de «me fumo el verano en la 634». Como reza la Wikipedia, “la N-634 es una vía terrestre que discurre entre el barrio de Recalde de San Sebastián y Santiago de Compostela a lo largo de toda la costa cantábrica. Esta carretera es de doble sentido y su longitud es de algo más de 730 km”. Aunque mi querencia es hacia el sur, tengo la suerte de tener amigos que cada verano me acogen en San Sebastián, Santander, Oviedo y Ferrol. Y consultando el trazado de la N-634 regreso a esa comida en Casa Consuelo de Luarca, quizás el restaurante favorito de mi hermano Juande. O al fuerte oleaje parando el tráfico entre Zarauz y Guetaria. O a las fiestas de Noja hace diez años y la playa de las Catedrales hace seis meses. O a esa reunión con los de la universidad en Casa Colo, en la aldea de Ceceda en el occidente asturiano, después de haber pasado la noche de San Juan en la playa de San Lorenzo. De esta última subí una foto a Instagram y, efectivamente, el título que le puse es «me fumo el verano en la 634».
  26. Crescent city – Lucinda Williams. Crescent city es una canción muy autobiográfica de Lucinda Williams, cargada de imágenes de su familia y los lugares de Luisiana que frecuentaba en su infancia, de Mandeville a Nueva Orleans, la ciudad creciente. Yo escuché por primera vez la canción en esa maravillosa serie que es Tremé y me quedé con el «my brother knows where the best bars are», porque cada vez que quiero ir a algún sitio de la zona de Ibiza en Madrid (que es muy a menudo) recurro lo primero de todo a mi hermano Juande. Hace poco me dijo Juande que le gustaba mucho una canción de Lucinda Williams que había descubierto, que se llamaba Crescent City y en la que Lucinda decía «my brother knows where the best bars are» y, ay, pensé en cuando mi hermano Miguel me pregunta por bares de Sevilla o de Cádiz, que yo tengo más trabajados. Y así, como una cinta de Moebius recorrida por frikis que archivan frases de canciones como pasajes vitales, vamos viviendo mis hermanos y yo.
  27. Home – Morgan. Uno va perfilando sus apegos y sus arraigos a medida que se hace mayor, y en ese viaje a Ítaca que suelen ser nuestras vidas uno se pregunta cuál es su casa. La mía está en Madrid, y tiene un pasadizo subterráneo a Puente Genil y ventanas al Atlántico andaluz. Home, de Morgan, me hace pensar en eso, con la voz de Carolina de Juan (probablemente, la mejor de este país) cantando «every mistake I make takes me away from my home».
  28. Learning to fly – Tom Petty. La mayor parte de la gente no vive a lo largo de su vida un episodio de éxtasis místico como Santa Teresa ni un arrebato agudo de síndrome de Stendhal que le deje tieso ante la Gran Belleza. Yo no soy una excepción, pero creo que la vez que más cerca he estado de ambas experiencias fue el domingo 9 de julio de 2017 en Hyde Park. Tom Petty y los Heartbreakers sobre las tablas y miles de solícitos espectadores en la explanada del parque. Solo acompañado por su guitarra acústica, los coros de las hermanas Webb y su voz frágil y temblorosa, como a punto de disolverse, Tom interpretó el Learning to Fly más bello que yo haya oído. Una canción tan primordial en ese contexto casi de mito griego me hizo pensar en qué más podría yo esperar de mi relación con la música. Visto eso para qué más, si ya podría recrearme en su recuerdo imborrable por los años venideros. Como Thunder Road, Learning to fly es una de las canciones de mi vida. En su letra, Petty contrapone el estado de eterna inmadurez a la mirada nostálgica hacia los buenos tiempos, con esa duda de si nuestros mejores días han pasado ante nosotros y no hemos sido capaces de darnos cuenta. Ese «I’m learning to fly but I ain’t got wings» frente al «good old days may not return». Apenas un par de meses después del concierto de Londres, Petty murió en su casa de Santa Mónica, dejándonos a solas con nuestra tristeza pero con la sensación de haber prolongado, al menos un ratito más, esos good old days.
  29. Sprawl II – Arcade Fire. Hace poco escuché esta canción y recordé que la anterior vez que la había escuchado fue en el Primavera Sound. Ah, los festivales, ese mundo perdido que la pandemia nos ha arrebatado y que no sabemos cuándo volverá.
  30. Prisoner – Ryan Adams. Como es sabido de Spotify, esa aplicación que suavemente nos va matando a los nostálgicos de lo analógico, cada año nos prepara una suerte de lista recopilatoria de las canciones, artistas y géneros que más hemos escuchado a lo largo de los últimos doce meses. Eso ha generado en mí una pequeña obsesión por colar a última hora alguna canción resultona que me otorgue un aire de melómano maldito al compartir los resultados –alguna pieza de Rachmaninov, algún sopor de Jacques Brel–. Nunca lo consigo, porque suelo olvidar que la lista vence a final de noviembre y no a final de año, de forma que veo retratadas mis escuchas reales sin tiempo a haber podido ocultar la marcha “Coronación de la Macarena” de la Banda de la Hermandad del Carmen de Salteras. Da igual, porque uno es así. Este último año, condicionado por el teletrabajo y las horas de reclusión por la pandemia, he batido todos los récords de minutos de escucha en Spotify, y en los puestos más altos de la lista aparecía Prisoner, de Ryan Adams. Me pareció una bonita metáfora del nuevo orden vital que nos ha tocado vivir desde hace un año: ser prisioneros de una enfermedad que nos ha dejado las manos arrugadas por la lluvia de tanto sacarlas por la reja de nuestra cárcel interior.  
  31. 24 frames – Jason Isbell. 24 frames es mi último crush, la última canción que ha llegado a obsesionarme. Porque yo me obsesiono mucho con algunas canciones, y cuando una me gusta mucho tengo la necesidad de escucharla varios centenares de veces, una detrás de otra, hasta aprendérmela de memoria. Yo no tenía especialmente trabajado a Jason Isbell, pero me topé hace poco con esta canción y todo en ella me parece perfecto. La publicó en 2015, lo cual me hace pensar en la cantidad de música buena que hay por ahí y aún no conocemos. La cantidad de canciones que podrían llegar a ser nuestra canción favorita y están ahí, en un mundo paralelo, siendo las canciones favoritas de alguien. Y aquí se mezcla la ilusión de tener aún mucho por descubrir con el desasosiego de no poder abarcarlo todo. Hay que intentar quedarse con la ilusión.

Viejo Chamartín


Se cumple estos días el primer aniversario de la muerte de David Gistau. Se suceden los homenajes en periódicos y emisoras de radio y se acaba de publicar una antología con muchas de sus mejores columnas. Recuerdo el homenaje particular que le rendimos a los pocos días de su muerte, poco antes de que el mundo se viniera abajo. Varios amigos decidimos recorrer algunos de los santos lugares del Gistau madrileño, espacios comunes en sus columnas y en Gente que se fue (que algún día reconoceremos como uno de los grandes libros de Madrid). Aperitivo largo en La Castela, en su barrio y el mío, sobremesa viendo al Madrí, negronis en el Richelieu con Sinonevero, primo lejano, e Ilsa en la mesa de al lado, rindiéndole también un último tributo —«es durísimo, estamos muy jodidos», me dijo Luis, íntimo de Gistau—. Luego, ya con los lazos de hermandad exaltados por los negronis, taxi a Chamartín para cenar un armando en La Ancha y los postreros whiskys a la sombra imponente del Bernabéu. Ya a la deshora del que no sabe decir si es hoy o mañana, a la caza de un taxi en la Castellana, el estadio se erigía como un coloso dormido y los rascacielos de Azca, con sus luces apagadas, parecían velar el sueño insatisfecho de ese Madrid heredado, el Madrid eterno que seguía ahí, respirando lento bajo una neblina fantasmagórica. Madrid seguía ahí, pero ya huérfano de una de sus mejores voces.

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Nos invitó a comer el padre de un amigo. Enviudó hace poco más de un mes y, rodeándose de su hijo y algunos de sus amigos, venía a dar un paso importante en su recuperación emocional. Durante el largo rato en que estuvimos a la mesa se acordó de reír y pasarlo bien. Al final, la amistad tiene sus ramificaciones y nuestros amigos son solo la puerta de entrada hacia todo lo que hay detrás de sus murallas.  

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Madrid, viernes por la noche, minutos previos al toque de queda en el viejo Chamartín. Paso por la puerta de un bar llamado “El Currante”, cerrado a cal y canto, y me acuerdo de la frase de Sabina, «vacío, como la Isla sin Camarón». Dejen currar al Currante.

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«Me preparo para sus preguntas, me esfuerzo por ser mejor, excelente, por si acaso en el futuro le da por tomarme como ejemplo. Encima se me parece muchísimo, por lo que veo en él un yo sin estropear, con todas las posibilidades intactas, que me ha prolongado el ciclo vital como si mi resurrección ya hubiera ocurrido. (…) Por primera vez en mi vida, temo morir. Me siento obligado a permanecer aquí al menos veinticinco años más, los que él pudiera necesitarme, y en eso no quiero fallarle. Mi hijo no ha de ser lo que yo fui: un adolescente enfadado con el mundo porque se le murió el padre demasiado pronto. Voy a dejar de fumar».

David Gistau, Del Martini al meconio, El Mundo (19 de marzo de 2010)

domingo, 31 de enero de 2021

Southern accents

Los acentos dicen mucho de nosotros porque son como una cinta en Super8 que conserva fotogramas de nuestra niñez. Mi padre, a pesar de llevar 45 años viviendo en Madrid, no ha sido capaz de perder ni una brizna del acento de olivar y viñedo que escuchó en su casa, cuando no había más frontera que los surcos de las albarizas. Mi madre también tiene un marcado acento del sur, pero en su conversación se mezclan los aires cordobeses con los del barrio de Salamanca en el que se crio, como un café cortado en que sigue habiendo más tierra mora que castellana. El acento de su casa y su familia se impone en sus palabras al que escuchaba en el colegio y en la calle. Yo, en cambio, soy un café manchado. Con tres hermanos mayores inequívocamente madrileños y casi tres décadas de colegio-universidad-trabajo en la villa y corte, mi acento pasa claramente por castellano. Pero hay palabras —aquellas autóctonas de mi casa, las que solo he escuchado a mis padres y abuelos— que no sé decir de otra manera que como las he escuchado siempre. Me aferro a esas palabras como a los últimos tablones de un naufragio y retuerzo el vocabulario hasta el absurdo con tal de no olvidarme de ellas, porque siento que si termino de perder ese acento seré como una rama que se desprende de un árbol, concretamente de un olivo que hunde sus raíces en lo más profundo de mi ser. Y aunque solo sean palabras sueltas, no quiero desconectarme de esas raíces. Hablamos como nos hablaron porque somos como fueron. 

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Hoy, 23 de octubre de 2020, mi abuelo habría cumplido cien años. Nunca le conocí, ya que murió un par de años antes de que yo naciera, a punto de cumplir los setenta. Sé por mi familia que fue un hombre sencillo, trabajador y muy generoso. En el buen sentido de la palabra: bueno. Se esforzó por dar a sus hijos la formación cuyo origen humilde no le permitió tener, ampliando su horizonte más allá de los olivares de su hermoso pueblo, y procuró inculcarles el sentido del deber y el respeto que a él mismo le inculcaron sus padres. Lo consiguió.

Esa cadena de transmisión de valores, esa concepción de la familia y de la sociedad como la asociación de los vivos con los muertos y con los que están por nacer da un cierto vértigo para los que estamos en el último eslabón (por ahora), pero al tiempo es la pedalada que nos mantiene en movimiento porque, si llevamos tantos kilómetros en las piernas, cómo no vamos a seguir ascendiendo el puerto. Que somos como somos porque fueron como fueron me lo enseñaron en el pueblo de mi abuelo.  

El último día de difuntos —hace ya casi un año— me acerqué al cementerio de Puente Genil. Después de consultarlo largamente en un viejo tomo con millares de anotaciones manuscritas, un bedel me indicó el lugar donde reposa mi abuelo, calle Santo Tomás, Norte, 1A. No había ido allí desde que enterramos a mi abuela en el nicho contiguo, casi quince años atrás. El cementerio estaba lleno de familias que acudían a depositar flores en las tumbas, a adecentar las lápidas o simplemente a pasar un rato junto a sus padres, hermanos y abuelos difuntos. Yo fui como suelo ir a todas partes, con las manos vacías, pero con ganas de pasar un rato con los familiares a los que nunca veo para intentar pagarles con mi compañía una ínfima parte de la deuda que tengo con ellos. El problema es que, a medida que uno crece, se da cuenta que esa deuda es mucho mayor de lo que pensaba. Hoy, confinado en la gran ciudad, me gustaría pasarme por la calle Santo Tomás, Norte, 1A del cementerio y saldar otra pequeña parte de la deuda para así, pequeña obra a pequeña obra, ir equilibrando la balanza. Y, ya que estamos, decirle felicidades a mi abuelo. Cien años no se cumplen todos los días.

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«Igual me da envidia la vida que tenían mis padres con mi edad porque a veces, sin casa y sin hijos en nombre de no sé muy buen qué pero también como consecuencia de no tener en el horizonte mucho más que incertidumbre, daría mi minúsculo reino, mi estantería del Ikea y mi móvil, por una definición concisa, concreta y realista de eso que llamaban, de eso que llaman progreso».

Feria, Ana Iris Simón.


domingo, 24 de enero de 2021

Los últimos veintitantos


La vida, los años. Uno nunca crece solo, crecen también los amigos, crecen las responsabilidades y crece hasta la conjunción de ambos: los hijos de los amigos. Se nota cuando alguno empieza a causar baja antes de tiempo «perdonad, tíos, que tengo que bañar a los niños»—, a veces es el recurso al orden establecido «paga, que nos pilla el toque de queda»— y, en el peor de los casos, el refugio en aficiones que nunca tuvimos «no puedo quedar, tengo clase de pádel»—. Y 2021 parecía prometedor. Lo cierto es que vamos creciendo y donde antes se nos salía la vida por el borde de las copas ahora le decimos al camarero que cuidado con la botella, no nos vaya a cargar la copa de más. 

Las pandémicas circunstancias han hecho que la celebración de mi cumpleaños, esa que hasta ahora solía consistir en una tarde que se convierte en noche y luego en día con muchas gargantas amigas alrededor, hayan sido cinco celebraciones —¡cinco!— en reducidísimos grupúsculos, con horarios prefijados y buenas condiciones de ventilación. En tres de las cinco, amigos con hijos. Quizás tengamos que decirle al camarero que nos la cargue un poco menos aún. O quizás que nos la cargue mucho más. Los últimos veintitantos. La vida, los años.     

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Estamos a final de enero y va a empezar a hacer un año de todo.

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Limitaron las reuniones a seis personas. Ahora las limitan a cuatro. En algunos lugares ya las han limitado a dos. Lo bueno es que, como sigan limitando, vamos a tener que conocernos a nosotros mismos.  

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«Ni vas
a ninguna parte
ni puedes borrar
el rastro,
te dicen ellas.
No estéis tan seguras
de eso,
les dices tú.
Sigues andando.
Amanece.
Te diriges
hacia el sol».
Huellas en la nieve, Karmelo C. Iribarren.

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Como las barcas dejan sus estelas
antes de que el estanque se las lleve,
yo voy dejando huellas en la nieve
y mientras tanto voy soplando velas
ni tantas, ni tan pocas: veintinueve.



domingo, 17 de enero de 2021

Bajo la nieve


Nevó en Madrid. Se dijo tantas veces que alguno empezó a pensar que eran fake news y tuvo que salir a la calle a comprobarlo. Allí había esquiadores por las avenidas, trineos tirados por perros y la M30 se había convertido en un paseo peatonal. 50 centímetros de posverdad insuficientes para alguno: igual no había nevado en Madrid y solo se habían llevado las calles a Navacerrada. Pero nevó, vaya si nevó. Desde otras latitudes llegaban los quejidos por la saturación de fotos de la nevada y por la sobreinformación en las emisoras. Qué queréis, si en Madrid es noticia un atasco a las 3 de la mañana cómo no va a serlo la mayor nevada en cien años. Y, a pesar de todo, la nevada fue un éxito. Y no uno cualquiera, fue una victoria transversal y democrática que a todos llegó por igual, casi como ganar un mundial. Problemas los hubo —y no menores— para algunos, seguro, pero la gran mayoría de este pequeño mapamundi llamado Madrid se asomó por la ventana y disfrutó. Las calles sucias siguieron sucias, las carteras vacías siguieron vacías y la pandemia siguió al acecho en cada picaporte, pero por unas horas la nieve fue capaz de taparlo todo con su analgésico manto blanco. 
La ciudad es otra bajo la nieve, y no es un tópico. Los coches desaparecen, los perfiles de los edificios se atenúan, las calles se transitan por senderos que nunca existieron, las estatuas de reyes, toreros y civiles se visten con la misma túnica de penitente y los árboles desnudos viven en sus ramas una primavera blanca. Uno, que tiene poco mundo y poca borrasca a las espaldas, se asombró de la fascinante singularidad sensorial de la nevada. Bajo los copos el silencio es absoluto. La nieve se acumula en las calles sin hacer el más mínimo ruido, como si simplemente fuera la marea subiendo. Y luego está la luz. En la noche de una ciudad como Madrid, mientras nieva, las luces de las calles se reflejan en los infinitos copos que aún están suspendidos en las alturas, iluminando todo el cielo hasta el punto de confundirse con la propia luz del día. Estará oscuro ahí fuera, pero dentro de la nieve la luz siempre gana. Ojalá nevara así más de vez en cuando para recordarnos, aunque sea por un rato, que no todo está tan mal. 

 *** 

 Un amigo me manda una foto desde Japón, donde lleva más de un año viviendo en paro y al abrigo del trabajo de su esposa. En la entrada de un templo local, traducido al español, un cartel con una advertencia: No ingrese. «A sus órdenes», responde mi amigo. Quién pudiera. 

***

Enrique García-Máiquez suele hablar —en sus artículos, en su blog, en sus tuits— del ejercicio activo de la lectura en términos cualitativos: «qué bien me lees», «una mala lectura», etc. La lectura es un esfuerzo que trata de completar el empezado por el escritor. Y esa lectura puede ser buena, mala o regular. La lectura buena, en general, es la que consigue llegar a ese mundo que solo existe entre líneas.  

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 Llega poco a poco el deshielo. Lo que fue nieve ahora es un hielo seco y negruzco que a medida que se derrite deja paso a la suciedad que había tapado. No es nieve todo lo que reluce. 

 *** 

 «En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y nada más verlos don Quijote, dijo a su escudero: 
—La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertamos a desear: mira allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o pocos más desaforados gigantes, con los que pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas. Con sus despojos comenzaremos a hacernos ricos, que esta es una guerra justa, y es un gran servicio a Dios quitar tan mala simiente de la faz de la tierra. 
—¿Qué gigantes? 
—Aquellos que ves allí, con los brazos largos, que algunos los suelen tener de casi dos leguas. 
—Mire vuestra merced que aquellos que se ven allí no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que volteadas por el viento, hacen andar la piedra del molino. 
—Bien se ve que no estás cursado en esto de las aventuras. Ellos son gigantes. Y si tienes miedo, quítate de ahí y empieza a rezar, mientras yo entro con ellos en fiera y desigual batalla. (…) ¡Non fuyáis, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete!» 

Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes (ed. Andrés Trapiello). 

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 «Reloj, molino de viento. Poeta, Don Quijote». 

El vaso medio lleno, Enrique García-Máiquez.




miércoles, 13 de enero de 2021

Talgos que se van

Durante años emborroné un blog llamado Billete de vuelta. Otro inútil blog vivencial. Por aquel entonces era joven e inexperto y ahora solo soy inexperto. Ahí quedan escritas incontables tonterías, retales de una época en la que pensaba que escribir sobre mis aficiones me ayudaría a moldearlas, sin darme cuenta de que eran mis aficiones las que, poco a poco, me iban moldeando a mí.

Hace once años que empecé a escribir allí y hace siete que dejé de hacerlo. Desde entonces el blog ha seguido ahí callado, escondido tras un par de enlaces en redes sociales, como los apuntes de primero de carrera que nunca sabes cuándo reciclar. Hoy le pongo definitivamente el lazo y lo guardo en el trastero mientras hago tiempo hasta la próxima mudanza en que, quizás, decida bajarlo todo al contenedor.
Fue divertido, eso seguro. Pero la vida, tengamos billete de ida y vuelta o sin retorno, son los trenes a los que subimos, los que perdemos y los que dejamos ir. Aves que vuelan, talgos que se van.

http://billetedevuelta.blogspot.com/