domingo, 31 de enero de 2021

Southern accents

Los acentos dicen mucho de nosotros porque son como una cinta en Super8 que conserva fotogramas de nuestra niñez. Mi padre, a pesar de llevar 45 años viviendo en Madrid, no ha sido capaz de perder ni una brizna del acento de olivar y viñedo que escuchó en su casa, cuando no había más frontera que los surcos de las albarizas. Mi madre también tiene un marcado acento del sur, pero en su conversación se mezclan los aires cordobeses con los del barrio de Salamanca en el que se crio, como un café cortado en que sigue habiendo más tierra mora que castellana. El acento de su casa y su familia se impone en sus palabras al que escuchaba en el colegio y en la calle. Yo, en cambio, soy un café manchado. Con tres hermanos mayores inequívocamente madrileños y casi tres décadas de colegio-universidad-trabajo en la villa y corte, mi acento pasa claramente por castellano. Pero hay palabras —aquellas autóctonas de mi casa, las que solo he escuchado a mis padres y abuelos— que no sé decir de otra manera que como las he escuchado siempre. Me aferro a esas palabras como a los últimos tablones de un naufragio y retuerzo el vocabulario hasta el absurdo con tal de no olvidarme de ellas, porque siento que si termino de perder ese acento seré como una rama que se desprende de un árbol, concretamente de un olivo que hunde sus raíces en lo más profundo de mi ser. Y aunque solo sean palabras sueltas, no quiero desconectarme de esas raíces. Hablamos como nos hablaron porque somos como fueron. 

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Hoy, 23 de octubre de 2020, mi abuelo habría cumplido cien años. Nunca le conocí, ya que murió un par de años antes de que yo naciera, a punto de cumplir los setenta. Sé por mi familia que fue un hombre sencillo, trabajador y muy generoso. En el buen sentido de la palabra: bueno. Se esforzó por dar a sus hijos la formación cuyo origen humilde no le permitió tener, ampliando su horizonte más allá de los olivares de su hermoso pueblo, y procuró inculcarles el sentido del deber y el respeto que a él mismo le inculcaron sus padres. Lo consiguió.

Esa cadena de transmisión de valores, esa concepción de la familia y de la sociedad como la asociación de los vivos con los muertos y con los que están por nacer da un cierto vértigo para los que estamos en el último eslabón (por ahora), pero al tiempo es la pedalada que nos mantiene en movimiento porque, si llevamos tantos kilómetros en las piernas, cómo no vamos a seguir ascendiendo el puerto. Que somos como somos porque fueron como fueron me lo enseñaron en el pueblo de mi abuelo.  

El último día de difuntos —hace ya casi un año— me acerqué al cementerio de Puente Genil. Después de consultarlo largamente en un viejo tomo con millares de anotaciones manuscritas, un bedel me indicó el lugar donde reposa mi abuelo, calle Santo Tomás, Norte, 1A. No había ido allí desde que enterramos a mi abuela en el nicho contiguo, casi quince años atrás. El cementerio estaba lleno de familias que acudían a depositar flores en las tumbas, a adecentar las lápidas o simplemente a pasar un rato junto a sus padres, hermanos y abuelos difuntos. Yo fui como suelo ir a todas partes, con las manos vacías, pero con ganas de pasar un rato con los familiares a los que nunca veo para intentar pagarles con mi compañía una ínfima parte de la deuda que tengo con ellos. El problema es que, a medida que uno crece, se da cuenta que esa deuda es mucho mayor de lo que pensaba. Hoy, confinado en la gran ciudad, me gustaría pasarme por la calle Santo Tomás, Norte, 1A del cementerio y saldar otra pequeña parte de la deuda para así, pequeña obra a pequeña obra, ir equilibrando la balanza. Y, ya que estamos, decirle felicidades a mi abuelo. Cien años no se cumplen todos los días.

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«Igual me da envidia la vida que tenían mis padres con mi edad porque a veces, sin casa y sin hijos en nombre de no sé muy buen qué pero también como consecuencia de no tener en el horizonte mucho más que incertidumbre, daría mi minúsculo reino, mi estantería del Ikea y mi móvil, por una definición concisa, concreta y realista de eso que llamaban, de eso que llaman progreso».

Feria, Ana Iris Simón.


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